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Benvenuta in Italia

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abril 6, 2017 por Zenaida Wheels

El numero E14 parpadea impaciente, apurándome a ir a la ventanilla 8. El hombre detrás del cristal, se encuentra en profunda hipnosis ante una pantalla azul, no responde a mi saludo, ni parece notar mi llegada. Es más, creo que está muerto y nadie se ha atrevido a decírselo. Al cabo de algunos respiros míos, por supuesto él pronuncia un sí de ultratumba. No me dirige la vista. Suelto mis más selectas palabras, modulo la voz para no despertarlo de golpe, mientras él inicia una lenta y dolorosa mueca. Presiento que mi trámite será muy largo.

Por sexta vez soy inmigrante. De nuevo, me ha tocado pasar a través de los filtros de un país que aunque se declara abierto a la inmigración, en la práctica, a duras penas deja ver sus buenas intenciones. En casi dos meses que llevo en Italia, he dedicado largas horas y días a intentar comprender como funciona un sistema burocrático, empeñado en confundir al máximo a quien como yo, no está familiarizada con los usos y métodos locales. ¿Será que lo complican todo para que una se arrepienta de venir y se dé la media vuelta?

Aquí hay que interpretar, imaginar, adivinar, preguntar varias veces en la misma oficina, hasta dar con la respuesta que más o menos oriente. La información se publica a medias, no existen listas de requisitos y si las hay, no están completas. Parece como si cada funcionario o funcionaria se empeñase en dar su toque personal al papeleo, agregando un documento sorpresa, un pago o un sello, esos sellos que lo certifican todo, que son capaces de abrir los cielos. Nunca pensé que a una A4 le pudieran caber tantas bendiciones de tinta.

Llevo semanas cargando con cada trozo de papel que poseo, desde el acta de nacimiento, hasta la factura del gas. Porque eso sí, no estoy registrada como residente, pero ya tengo facturas a mi nombre e impuestos puntualmente cobrados. Y hay que estar preparada, porque si me falta cualquier fotocopia, me regresan a la cola. Por suerte que estamos en Europa y que tengo una nacionalidad de la Unión, de esas que dicen abrirte las puertas al mundo entero, sin pasar inspecciones, ni soportar interrogatorios desagradables.

Cuando terminé el proceso de doble nacionalidad, creí que mis años de emigrante proveniente de un país pobre, mafioso e inestable, se habían acabado. No es que pretendiera negar mi origen, ni hacerme pasar por miss Europa, la verdad es que simplemente mencionar mi segunda nacionalidad me parece algo artificial. Pensé, que dentro de este continente, tener un pasaporte color vino tinto, me haría la vida más fácil. En realidad, lo que ha cambiado es el documento, no mi cara.

Al llegar aquí, tampoco esperaba un camino acolchado, pues sé que emigrar nunca es sencillo. Implica estrés y obligaciones. Me considero una persona afortunada, este cambio constante de país lo decido yo sola, con toda la libertad de poder decir “me voy a otro lado”. He armado este tipo de vida a base de riesgos perdidos y ganados, errores, aciertos, corazonadas, de cerrar los ojos y de dejar ir. Digamos que cada emigrante tiene su historia y la mía no es de las peores.

Donde sea que voy, veo la obsesión con la clasificación de las personas. En Italia, han verificado varias veces mi lugar de nacimiento, que obviamente no coincide con ninguna ciudad registrada en los sistemas informáticos. El amigo de la ventanilla 8, frunce el ceño al leer mis datos, hojea el pasaporte, revisa mi tarjeta de identidad, da varios clics desesperados y recorre todas las listas que le da su pantalla. Siento como su angustia va en aumento y yo quisiera tranquilizarlo, decirle que no busque más, explicarle que no soy de aquí ni de allá, si no de un poco más lejos.

La comunicación no es fluida y no por una cuestión de lenguaje. Cuando alguien tiene una idea preconcebida o una respuesta ya elaborada en mente, de poco sirven las explicaciones. No queda más que tomarlo con filosofía y encomendarse a la virgen de las oficinas del purgatorio. La gente de aquí me dice que debo tener paciencia, que así funciona todo, que no intente comprender. Al parecer, las trabas burocráticas son las mismas para nacionales y extranjeras. En eso si hay igualdad.

Paciencia, creía tener, pero la pierdo cada vez que en una de esas ventanillas de la muerte me dicen: “no” “te falta” “no es aquí donde tienes que ir” “no es de mi competencia” “pasa primero por caja” “¿traes el holograma pagado?” “te falta la firma del responsable” “aquí no aparece ningún registro” “vuelve en 10 ó 30 días” “se ha caído el sistema”. Ese sistema del que no puedo escapar, da igual a donde vaya, me persigue y se burla de mi, recordándome que sólo soy un código alfanumérico y no una delicada hoja movida por el viento, como patéticamente me quiero creer.

Zenaida Wheels

Las imágenes de este post son de Google Images

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